Una muerte (cuento)
Portada de 'Valencia criminal' dibujada por Luis Lonjedo. |
Relato incluido en la recopilación 'Valencia criminal', publicado por la editorial El Full. Basado en un hecho real.
La primera persona que se
encontró el cadáver fue otro drogadicto, uno de los que se dedicaban a avisar a
los «morenos» cuando se
acercaba la Policía o, como ellos decían, «a dar el agua». Fue poco antes del
amanecer. El drogadicto se acercó a unos setos para tomar su dosis y vio el
cuerpo. Informó a los «morenos» y
estos decidieron escampar.
Fue un vecino de Mislata, don
Anselmo, sesenta y tres años, prejubilado de Telefónica, viudo, con dos hijos,
quien dio el aviso. Don Anselmo era de los pocos a quienes no les daba miedo
los drogadictos que se congregaban al final del pueblo, en los campos de huerta
que rodeaban la pirotecnia Gori. Todo lo más, sentía pena por ellos. Por eso
seguía paseando a su perro por allí pese a las reticencias de sus hijos.
Fue su setter quien le dio la alerta, como hacen los canes, dando vueltas
en torno al cuerpo.
Al principio no le prestó
mucha atención y tardó en percatarse de que algo sucedía, de que el ir y venir del animal en torno a un mismo seto, al
que ladraba de manera intermitente, tenía un sentido concreto. Don Anselmo se
aproximó entonces y descubrió el cuerpo de David, tumbado de lado, con la boca
y los ojos abiertos, lleno de moscas. Retrocedió azorado. Llamó a su perro, lo
encadenó y con paso raudo se dirigió hacia la zona poblada.
No llegó a su casa. Llamó
desde un bar.
En jefatura dieron parte a la
comisaría de la Policía Nacional de Mislata. A Sergio, el inspector que llevó
el caso, le avisó un agente que entró en su despacho. No tenía previsto salir a
la calle antes de las once y había decidido dedicar la mañana a ordenar
papeles. Tomó nota de la descripción del emplazamiento. Se encargó él mismo de
llamar a su compañero, Diego, que en ese momento dejaba a sus hijos en el
colegio. Le dio quince minutos de margen y le pidió que pasara a recogerle.
Cuando llegaron al descampado
les esperaban dos agentes «de motos» de Valencia, que se habían acercado por el
revuelo que se había formado, y una ambulancia del samu. Los de la ambulancia les llevaron hasta el cuerpo, que
estaba escondido entre cañares, y volvieron a su vehículo. Cuando Sergio se
aproximó a ellos, el médico le dijo que no quería certificar su muerte, como ya
preveían. Acto seguido, avisaron al juzgado de guardia. Siguiendo la rutina
habitual, el juez delegó en el forense el levantamiento del cadáver.
—En el momento en el que veas
algo raro me llamas y voy —le dijo.
Mientras aguardaban a que
llegase, Diego tomó una nueva declaración a don Anselmo. Por su parte, Sergio y
los de motos, que se presentaron como Alberto y Javier, examinaron el cadáver,
acotaron la zona y pusieron las marcas de los objetos que habían encontrado a
su alrededor: una jeringuilla, algunas dosis de droga, una navaja multiusos y
un trozo de papel de plata ennegrecido. Aparte de recoger esos utensilios,
decidieron que hasta que llegase el forense no iban a hacer nada más que mirar.
Al observar de cerca el cuerpo, Sergio sintió una patada en el estómago. No se
acostumbraba a ver fallecidos. Ése se notaba que llevaba tiempo a la intemperie.
En los brazos desnudos y en los pies se distinguían mordiscos de ratas.
—Tendremos que sacarlo luego
de aquí, pero que lo diga el forense.
Los de motos se mostraron de
acuerdo.
Diego terminaba de interrogar
a don Anselmo cuando llegó el forense, un pipiolo que aparentaba mucha menos
edad de la que tenía. El chico se presentó muy educadamente. Sergio lo conocía
por un par de casos y tenía buenas referencias. Se acercaron juntos a la
ambulancia donde el médico le explicó lo que había visto. Hacía apenas dos meses que había aparecido otro cadáver en la
zona, asesinado. Por eso prefería no certificar él mismo la muerte. Si era otro asesinato, se metería en un berenjenal y no quería problemas. El forense no comentó nada,
pero resultaba evidente que lo que subyacía no era tanto un escrupuloso sentido
del deber como el deseo de quitarse de encima una complicación. Tras ello,
caminaron hacia el interfecto.
—¿Le han registrado por si
tiene alguna identificación?
—Esperábamos a que llegase
usted.
—Le agradezco la cortesía;
ojalá todos fueran como usted —le dijo.
A Sergio le gustó ese comentario.
Se acercaron al cuerpo. Los de motos enumeraron lo que habían recogido.
—Está claro por qué había
venido aquí —murmuró el forense.
Diego, que sabía de los
escrúpulos de su compañero con los cadáveres, le reemplazó y se ofreció a sacar
el muerto y hurgar entre su ropa. Le ayudó Javier. El forense les dio unos
guantes y se puso otros él mismo. Con ellos ya enfundados palpó la tierra sobre
la que había dormido el muerto y comprobó que no lo habían traído de otro
sitio.
—No hay marcas de que lo hayan
arrastrado —comentó en voz alta.
—Entonces, ¿murió aquí?
El forense se volvió y miró
los caminos que conducían hasta el lugar.
—Sí. Debió venir por allí, a
juzgar por esas huellas y por cómo se han doblado las cañas en esta zona.
Señaló un sendero de arena que
se perdía por la huerta.
—A ojo, ¿cuánto cree que lleva
muerto? —preguntó uno de los de motos.
—Más de doce horas seguro
—calibró el forense, intentando doblar un brazo del cadáver—; este cuerpo
parece un témpano. No tiene signos de putrefacción, con lo que lleva menos de
tres días. Entre doce y treinta y seis horas.
Ilustración de Luis Lonjedo. |
A pesar del deterioro causado
por la adicción, aún se distinguían bien los rasgos de su cara. Más mal que
bien, pero se le podría identificar. Los de motos le indicaron un par de
tatuajes típicos del talego, un
Cristo y un águila con una leyenda debajo sobre la libertad. Uno de los de
motos, Javier, señaló los numerosos estigmas producidos por el consumo de
heroína en las flexuras de sus codos y en sus antebrazos.
—Joder —silbó—, éste estaba muy
jodido —comentó.
—Seguro que tenía el ‘bicho’ —apuntó su compañero Alberto.
«Bicho». Sida. El asesino predilecto de los yonquis. Sergio
retrocedió un paso, como si la enfermedad pudiera saltar del cadáver y
adherirse a su cuerpo. El forense le leyó la mente.
—Los muertos no lo contagian
—sonrió con malicia.
Sergio ladeó la cabeza y le
replicó con media sonrisa. No dijo nada. Habría significado lo mismo que
reconocer su aprensión, y eso era fatal, un signo de debilidad para un
inspector de policía. Hizo de tripas corazón y continuó observando en primer
plano unos minutos más. El pipiolo ya no le caía tan bien. «Capullo», se dijo.
El forense hurgó en la ropa
del muerto. Encontraron una cartera. La abrieron y hallaron un carné caducado.
La cara no era muy diferente de la del cuerpo. Los ojos, los labios y la nariz
resultaban reconocibles. Se la tendió a Sergio, quien la asió con cuidado, como
si fuera una delicada antigüedad. Tras sopesarla, sacó el carné de identidad y
se lo pasó a Javier.
—¿Puedes preguntar en jefatura
por este tío? —le preguntó al chico de motos.
Javier asintió.
—Sin problemas.
Éste se acercó a su moto con
el carné en la mano. Pidió por radio que cotejaran datos. Les dijeron que tenía
antecedentes, como esperaban. Les informaron de que había salido de la cárcel
hacía apenas unos meses por razones humanitarias, «bicho». Estaba en la calle con la condicional y se había
decretado su busca y captura porque no se había presentado en el juzgado.
Javier le devolvió el carné a Sergio.
—Las has clavado —apuntó
Sergio señalando a Alberto—. «Bicho».
Él sonrió.
—Este chaval ha palmado de shock anafiláctico —sentenció el
forense.
—¿Nada puede hacer pensar que
lo han matado? —preguntó Sergio.
—No —sentenció tajante
mientras se quitaba los guantes—. Ni un indicio. Con «bicho», sin defensas, habrá reventado a nada que le haya
sentado mal el corte de la droga. Siempre pasa lo mismo con estos desgraciados.
Los yonquis no mueren. Están ya muertos. La droga los remata.
Dejaron irse a don Anselmo y
le dieron las gracias por su colaboración. El forense, tras realizar dos
preguntas rutinarias más al médico del samu,
le dijo que podían levantar el cadáver y llevarlo al Hospital Clínico de
Valencia, donde le practicaría la autopsia. Les pidió sus datos a todos los policías
para poder escribir el acta.
—Bueno, me voy a redactar el
informe preliminar, que la familia no lo podrá enterrar si no se lo mando al
juez antes de mediodía. ¿Se encargan ustedes de buscar a los parientes?
—preguntó a Sergio y Diego.
—Sí. Seguramente, sí. Si no
nosotros, alguien de uniformados.
—Bueno, pues que les sea leve.
Gracias a todos. Y buen trabajo.
Los de motos saludaron su
amabilidad.
—Un tío majo —comentó Javier.
Sergio masculló algo en voz
baja que nadie entendió. Se despidieron y siguieron haciendo la ronda por la
zona.
Sergio y Diego se iban a
marchar también pero encontraron algo que les hizo quedarse. Cerca de donde
habían estacionado su coche, un tipo había dejado su viejo Golf rojo. Le habían
destrozado la ventana del conductor. Esperaron hasta que el dueño del coche
regresó. Lo hizo junto a una rubia. Al tipo le cambió la cara al ver a la
Policía, tanto que no se enfureció cuando descubrió la luna rota, a la que miró
como una incidencia menor.
Sergio les pidió la
documentación. Ella sólo tenía una tarjeta de identificación de Instituciones
Penitenciarias. «Ésta también está jodida», pensó. Él, un dni caducado. «Vaya pareja», se dijo
Sergio, «Dios los cría y ellos se juntan».
—No hemos hecho nada, agente
—dijo él.
—¿Habéis visto algo raro?
—preguntó tras devolverle la documentación.
—Aquí todo es raro —rio ella.
A Diego le costó contener una
sonrisa. Sergio quiso marcar territorio. No le gustaban las bromas a su costa.
Fue escueto y severo.
—Ha aparecido un muerto. Tenía
un tatuaje de un Cristo en un brazo y uno de un águila en el otro.
Los dos yonquis amorraron.
—Coño —masculló ella.
—¿Sabías de alguien que
llevara esos tatuajes?
—No —respondió él.
Diego y Sergio se miraron.
Sergio miró de nuevo a los dos yonquis. Estaban sorprendidos, o al menos eso
parecía. Si tenían que ver con la muerte, cometerían un error bastante grave
dejándoles marchar, pero nada invitaba a pensar que supieran algo. Semejaban
sinceros. Les pidieron una dirección para estar localizables, el del coche dio
la suya, y les permitieron irse.
—Este sitio no es muy
recomendable —les dijo Sergio.
—Sí —murmuró la chica—; sobre
todo hoy.
Los dos se subieron al coche.
Les vieron partir.
—¿Tú qué crees? —preguntó
Diego.
—Que son unos pringados y que
no tienen nada que ver.
Fueron a almorzar a una
cafetería situada a quinientos metros, cerca de un pabellón polideportivo.
Sergio la conocía por un compañero del pueblo. No comentaron nada del muerto ni
de lo que iban a hacer. Sí hablaron con el encargado del lamentable estado de
los drogadictos.
—El otro día vi a una rusa que
era preciosa y ahora da pena —dijo el del bar—. Guapa de verdad. Una lástima de
mujer.
—Lo que toman les consume
—abundó Diego.
—Parecen espectros. Y además,
huelen mal —se quejó el del bar.
Mientras hablaban entró un
magrebí al que se le habían caído todos los dientes. Esquelético. Rondaría los treinta
y cinco años pero semejaba que hubiese cumplido cincuenta hacía un par de
semanas. La ropa estaba sucia, manchada de polvo. Compró una botella de agua y
se despidió del encargado y los agentes. Le vieron alejarse, subir la calle. El
del bar habló de que ése salía con una chica que se había desintoxicado en el
Proyecto Hombre. Llevaban meses sin saber de ella e incluso especularon con su
suerte. Volvieron a verla hacía un par de semanas. Iban juntos. Ella ya andaba
trastabillándose.
—Creo que se prostituye;
bueno, casi todas las que van allí se prostituyen.
—No sé quién puede tener
tripas de acostarse con una de ésas.
—Yo las obligaría a pagar a
ellas —rio el del bar pero nadie le siguió la gracia.
Sergio y Diego acabaron sus
bocadillos. Hablaron de fútbol un rato con el dueño del bar y salieron de allí
en dirección a su coche.
Subieron la calle Joan Manuel
Serrat en dirección al polideportivo donde habían aparcado el coche. El sol
estaba alto en medio de un cielo azul claro. Era un buen día. En el centro de
la perspectiva se podía distinguir claramente la silueta del Hotel Hilton, la
cota más alta de Valencia, entonces en construcción, recubierto de plástico, y que
parecía vigilarles desde la distancia coronado por una grúa. Era el guardián de
la ciudad. Enfrente de donde
habían aparcado, una inmobiliaria anunciaba con una gran valla publicitaria una
nueva promoción de apartamentos y áticos de lujo en la zona, con vistas al
Parque de Cabecera.
Lonjedo, en su estudio. |
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