El maestro

Al poco de morir Akira Kurosawa (1910-1998), Spielberg le describió como “el Shakespeare pictórico de nuestro tiempo”. Acertó. No sólo por la devoción de Kurosawa hacia el inglés, que adaptó en Trono de sangre (Macbeth), Los canallas duermen en paz (Hamlet) y Ran (El rey Lear). También, porque como él hizo del alma humana el centro de su obra. Y, como apuntaba Harold Bloom en Shakespeare, “la representación del carácter y la personalidad humanos sigue siendo el valor literario supremo”. Kurosawa fue “un obstinado de mal genio” en sus propias palabras, quien, como dijo Martin Scorsese, “fue un prodigio de la naturaleza, y su obra es un verdadero regalo para el cine y para todos aquellos que lo aman”.
Su primer gran éxito, Rashomon, le convirtió en la referencia del cine asiático tras triunfar con cuyo en Venecia en 1950. Con ese logro culminó una carrera nacida bajo la protección de Kajirô Yamamoto. Este director fue su maestro, quien le guió en el sentido más amplio. Primero, al obligarle a escribir guiones. Después, al enseñarle las virtudes de un buen montaje. Y, sobre todo, a tratar a sus equipos. De sus enseñanzas sacó su visión del séptimo arte. “La raíz de cualquier proyecto de cine es la necesidad interior de expresar algo. Lo que nutre a esa raíz y la hace transformarse en árbol es el guión. Lo que hace florecer al árbol y dar frutos es la dirección”, escribió Kurosawa.
En su caso, la ‘necesidad interior’ era entender al ser humano. Así lo explicaba él. “Creo que todas mis películas tienen un tema en común. Puede resumirse en: ¿Por qué los hombres no son capaces de ser más felices juntos?”, decía. Una obsesión derivada de su dolor. Admirador de otros dos grandes lectores del alma, John Ford y Jean Renoir, Kurosawa vivió atormentado por el suicidio de su hermano Heigo en 1933, del cual se culpaba. “Lo que alberga el fondo del corazón del hombre sigue siendo para mí un misterio”, comentó una vez Kurosawa. Una angustia vital que se tradujo en alcoholismo e incluso un intento de suicidio en 1971, tras facasar su colaboración en Tora! Tora! Tora!.
La influencia de Yamamoto sobre el Kurosawa cineasta es enorme. Incluso le encontró su actor fetiche. Según relata Kurosawa en su Autobiografía, fue su maestro quien en 1946 descubrió a un joven que “sólo necesitaba un metro de película para crear una impresión”, Toshiro Mifune, con quien después rodaría obras maestras imprescindibles para conocer el ser humano como Los siete samuráis


No es de extrañar que le afectará la muerte de Yamamoto, de la que se enteró cuando filmaba su obra maestra Dersu Uzala en Rusia. “Yama-san, te prometo que lo intentaré más aún, durante más tiempo”, escribió como homenaje en 1981.
Y cumplió su promesa. A esa frase le sucedieron Ran, que fue la película con la que le conocí siendo un adolescente. Llegué al Kurosawa tardío y eran tantas las cosas que percibí en él que me abalancé sobre su obra anterior.


Después llegaron Sueños, Rapsodia en agosto y Madadayo, su último filme, un tributo a Yamamoto, cuatro títulos que vieron la luz gracias al apoyo de los cineastas occidentales que le veneraban, empezando por Coppola y acabando por George Lucas, y que en algunos casos habían bebido directamente de su cine (La Guerra de las Galaxias se inspira en La Fortaleza Escondida tal y como ha reconocido el propio Lucas)
Las revisiones hoolywoodienses de sus obras, como Los Siete Magníficos (a partir de Los Siete Samuráis) o Cuatro confesiones con Paul Newman (Rashomon), y las versiones de Yojimbo no autorizadas, Por un puñado de dólares de Leone, y autorizadas, El último hombre de Walter Hill, han contribuido a fomentar su imagen de artista universal, “un auténtico humanista que hizo cine” en palabras de José Enrique Monterde, para quien el arte fue una herramienta en su viaje al corazón del hombre, ese abismo.
No quedan cineastas así.

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