El caos, la hostilidad, la muerte

De Werner Herzog (Múnich, 1942) se puede decir que es un autor en el más puro sentido cahierista del término. Tiene un mundo propio, una querencia por un tipo de personajes y una serie de constantes en su obra. Sin embargo, resulta difícil imaginar a nadie más alejado de la nouvelle vague. Herzog creció en las montañas de Baviera sin saber nada de cine, televisión y coches hasta que fue adolescente. Autodidacta, no sigue modas ni crea escuela. Su personalidad es tan fuerte que no tiene parangón, ni con sus compañeros del nuevo cine alemán, (Schlöndorff, Fassbinder, Wenders, Schroeter) ni con otro cineasta vivo o muerto. Es una flor salvaje. Tiene una visión del mundo y emplea el cine como herramienta para representarlo, con la fe del converso. Así se lo reconocía a Andrés Hax en una entrevista publicada en Clarín. “Soy un esclavo de mi mirada y he aceptado el destino de seguir mi vocación”, le dijo en marzo de 2009.


 
Herzog estuvo en Valencia en otoño de 2008 durante los preparativos de la dirección escénica de Parsifal en el Palau de les Arts, en la que tampoco se lució mucho. Problemas con la intendencia del coliseo valenciano y su peculiar carácter, a mitad camino entre la bohemia y la misantropía, hicieron el resto.
Venía de rodar meses antes Encuentros en el fin del mundo (2007), el documental por el que fue candidato al Oscar, su única nominación en una carrera jalonada de premios en todos los grandes festivales (Cannes, Berlín, Venecia, San Sebastián). La displicencia con la que me hablaba de su obra, aseguró que no recordaba cuántas películas había hecho y que no las revisaba, se contradecían con su carácter afable y con su castellano, elegante, simpático, y la forma tan divertida con la que narraba su experiencia de rodar en el Polo Sur, sus trabajos en el mundo operístico y el remake de Teniente corrupto (2009) con Nicolas Cage.



Este genio desconcertante se ha reinventado década tras década. Probablemente, no hay otro cineasta que haya entendido mejor el medio natural que Herzog. El enfrentamiento del hombre con “la indiferencia abrumadora de la Naturaleza” que recitaba él mismo en Grizzly Man (2005), quizá la obra reciente en la que mejor se condensan todas sus obsesiones, es uno de los pilares sobre los que se sustenta su filmografía. Ya sea la jungla amazónica de Fitzcarraldo (1982) y Aguirre, la cólera de Dios (1972), la montaña en Grito de piedra (1991), o la propia Antártida de la citada Encuentros en el fin del mundo, el paisaje es parte fundamental de cada una de sus historias.
Otro de los elementos fundamentales para comprender su obra, ésa que él no revisa, es que no diferencia entre documentales y ficción. Para él todo es cine. Aguirre, Kaspar Hauser, Stroszek (que incluía experiencias vitales del actor que lo encarnaba, Bruno Schleinstein) son tan verdaderos como Timothy Treadwell en Grizzly Man o el campeón de saltos de esquí Walter Steiner (El gran éxtasis del escultor de madera Steiner, 1973). Los débiles márgenes entre los hechos y la leyenda de sus vidas desaparecen en su obra, lo real y la ficción se alimentan el uno de la otra, y él, como contador de historias, usa ambos.


Aunque quizá el rasgo más destacado de Herzog sea su querencia por los personajes marginales. Las víctimas y los desquiciados, los visionarios y los rebeldes, se mueven con soltura en su filmografía y parecen que hagan suyas las palabras de Friedrich Hölderlin (el poeta favorito de Herzog) en Canto del destino de Hiperión. “Vacilan y caen/ los hombres sufrientes,/ ciegos, de una/ hora en la otra,/ como aguas de roca/ en roca lanzados,/ eternamente, hacia lo incierto”. A ellos los mira sin enjuiciar, sin moralizar, del mismo modo que observa el horizonte, consciente de la gran tragedia del ser humano. “Creo que el común denominador en el universo no es la armonía, sino el caos, la hostilidad y la muerte”, decía en Grizzly Man. Y ante eso, sólo cabe la rebeldía. O la derrota.

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